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CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
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Queneau Raymond - Zazie en El Metro

Queneau Raymond - Zazie en El Metro

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01/22/2012

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Premio del “Humor Negro” 300.000 ejemplares vendidos en Francia.La novela cuya versión cinematográfica ha hecho llorar a “Charlot” .El autor y su obra Nace en el Havre el 21 de febrero de 1903. Publica su primer libro en 1933. En 1938 entra a formar partedel Comité de Lectura de la Editorial Gallimard, y en 1951 ingresa en la Academia Goncourt. Dirige laEnciclopedia de la Pléiade.Uno de los libros que le han dado más fama es “Zazie en el metro”, que ofrecemos hoy a nuestroslectores. Zazie quería tomar el “metro” pero la huelga se lo impide. Y su tío Gabriel, a quien por el hechode ser “danseuse de charme” Jeanne Lalochère le ha confiado su hija, la consolará haciéndole ver un Parísen el que los monumentos históricos varían algunas veces de sitio; un París donde falsos policías,camareros auténticos, auténticos policías y falsos camareros se mezclan con maravillados turistas, viudas por merecer y loros de chispeante ingenio. Un París, en fin, cuyos habitantes parecen desprovistos de papeles de identidad.El autor encabeza su obra con una cita de Aristóteles, como si quisiera dar a entender así que el relatoencierra una moraleja. Pero no es necesario que el lector se preocupe por ello. Ni que intente resolver enigmas, por otra parte inexistentes.
Raymond Queneau 
ZAZIEEN
EL "METRO"
PLAZA & JANES, S. A.
Editores BUENOS AIRES • BARCELONA - MÉXICO, D. F.
Título original:
ZAZIE DANS LE METRO
Versión
española
de
DOMINGO PRUNA
Portada de
«ESQUEMA»
 © 1961, Plaza & Janes, S. A., Editores - BarcelonaPrinted in Spain • Impreso en EspañaImpreso en Gráficas Ampurias, Vilamarí, 102 - BarcelonaDepósito Legal: B 4434/61 - Registro Nº 1348/61
Aristóteles
CAPITULO PRIMERO
« ¿Por qué apestan tanto? —se preguntó Gabriel, abrumado—. Es increíble, no se limpian jamás. En el periódico dicen que ni el once por ciento de las viviendas de París tienen cuarto de baño, cosa que no me sorprende, pero uno se puede lavar sin ellos. Todos esos que me rodeanno deben de hacer grandes esfuerzos. Por otra parte, tampoco es una selección entre lo máscochambroso de París. No hay razón. El azar los ha reunido. No puede suponerse que la genteque aguarda en la estación de Austerlitz huela peor que la que espera en la estación de Lyon. No, de verdad, no hay razón. Pero ¡qué olor, de todos modos!»Gabriel se sacó de la manga un pañuelo de seda color malva y se taponó las napias. — ¿Qué es lo que apesta así? —dijo una mujer en voz alta. No pensaba en ella al decirlo; no era egoísta; lo que quería era hablar del perfume que emanabadel caballerete. —Esto, buena mujer —contestó Gabriel, que era rápido en la réplica—, es Barbouze, un
 
 perfume de
chez 
Fior. —No debería permitirse que la gente apestara de este modo —continuó la chismosa, segura deestar en su derecho. —Si lo comprendo bien, buena mujer, crees que tu perfume natural hace la competencia al delos rosales. Pues bien, te equivocas, buena mujer, te equivocas. — ¿Lo estás oyendo? —dijo la buena mujer a un tipejo que estaba a su lado, probablemente elque tenia derecho a ella legalmente—-. ¿Estás oyendo cómo me falta al respeto, ese granmarrano?El tipejo examinó la pinta de Gabriel y se dijo que era un tío fuerte, pero los tíos fuertes suelenser bonachones y no abusan nunca de su fuerza; sería una cobardía por su parte. Muy jaque,gritó: —Apestas, eh, gorila.Gabriel suspiró. Otra vez recurrir a la violencia. Esta obligación le asqueaba. Ya desde el primer hombre, siempre había ocurrido lo mismo. Pero, en fin, lo que hace falta, hace falta. No eraculpa suya, de Gabriel, si los débiles siempre encocoraban a todo el mundo. Sin embargo, ledejaría una oportunidad al moscardón. — ¿A que no lo repites? —dice Gabriel.Un poco asombrado de que el jampón replicara, el tipejo se tomó tiempo para espetar larespuesta: —Repetir ¿qué? No estaba descontento de su fórmula, el tipejo. Sólo que, como su costilla insistió, se inclinó para proferir este pentasílabo monofásico: —Loquelasdicho...El tipejo se atemorizó. Era el momento, para él, de forjarse algún escudo verbal. El primero queencontró fue un endecasílabo: —Primero, le prohibo tutearme. —Cobardica —replicó Gabriel con sencillez.Y levantó el brazo como si quisiera darle un tortazo a su interlocutor. Sin insistir, éste se dejócaer al suelo, entre las piernas de la gente. Tenía muchas ganas de llorar. Afortunadamente, heaquí que el tren entra en la estación, lo que cambia el paisaje. El gentío perfumado dirige susmúltiples miradas hacia los que llegan, que comienzan a desfilar, con los hombres de negociosen cabeza a paso ligero con sus carteras de mano por todo equipaje y su aire de saber viajar mejor que los demás.Gabriel mira a lo lejos; ellas, ellas deben de estar atrás, las mujeres siempre están atrás; pero no,que surge una mocosa y le dice: —Yo soy la Zazie, apuesto que tú eres mi tito Gabriel. —Yo soy, en efecto —responde Gabriel, ennobleciendo su tono—. Sí, soy tu tito.La chica se ríe. Gabriel, sonriendo educadamente, la toma en brazos, la levanta a la altura de suslabios, la besa, ella le besa, y él la vuelve a bajar. —No hueles nada bien —dice la pequeña. —Barbouze de
chez 
Fior —explica el coloso. — ¿Me pondrás un poco detrás de las orejas? —Es un perfume de hombres. —Ya ves el objeto —dice Jeanne Lalochére que se acerca por fin—. Has querido encargarte deél; pues aquí lo tienes. —Todo se arreglará —dice Gabriel. — ¿Puedo confiar en ti? Comprenderás que no quiero que se haga violar por toda la familia. —Pero, mamá, sabes bien que la última vez llegaste justo a tiempo. —En todo caso —dice Jeanne Lalochére—, no quiero que se repita. —Puedes estar tranquila —dice Gabriel. —Bueno. Entonces os encuentro aquí pasado mañana para el tren de las seis y sesenta. —Andén salida —dice Gabriel. — 
 Natürtich
 —dice Jeanne Lalochére, que había estado «ocupada»—. A propósito, y tu mujer,¿qué tal? —Bien, gracias. ¿No vendrás a vernos?
 
 —No tengo tiempo. —Cuando tiene un fulano es así —dice Zazie—, la familia ya no cuenta para ella. —Hasta la vista, cariño. Hasta la vista, Gaby.Y se larga.Zazie comenta los acontecimientos: —La tiene loquita.Gabriel se encoge de hombros. No dice nada. Coge el maletín de Zazie. Ahora, dice algo. — Andando —dice.Y se lanza, proyectando a derecha e izquierda todo lo que se encuentra en su trayectoria. Zaziegalopa detrás. —Tito
 
 —grita—, ¿tomamos el «metro»?
 
 — 
 No
.
 — ¿Cómo que no?Se ha parado. Gabriel hace alto también, se vuelve, deja el maletín y se pone a explicar: —Pues sí: no. Hoy, no se puede. Hay huelga.-— ¿Hay huelga? —Pues sí: hay huelga. El «metro», ese medio de transporte eminentemente parisiénse, se haquedado dormido bajo tierra, porque los empleados de las taladradoras han cesado el trabajo. —Ah, los muy cerdos —exclama Zazie—, ah los muy asquerosos. Hacerme eso a mí. —No te lo hacen solamente a ti —dice Gabriel perfectamente objetivo. —Me importa un pito. Me ocurre a mí, yo que era tan feliz, tan contenta y lo demás de irme a pasear en «metro». Mecachis, qué asco. —Tienes que ser razonable —dice Gabriel, cuyas palabras se matizaban a veces de un tomismoligeramente kantiano.Y pasando al plano de la cosubjetividad, añadió: —Además, hay que darse prisa: Charles espera. — ¡Oh, ésta la conozco! —protestó Zazie, furiosa—, La he leído en las memorias del generalVermot. —No —dijo Gabriel—, no, Charles es un amiguete y tiene cacharro. Me nos lo he reservado precisamente a causa de la huelga, su cacharro. ¿Has comprendido? En marcha.Asió de nuevo la maletita con una mano, y con la otra arrastró a Zazie.Charles, en efecto, esperaba leyendo en un semanario la crónica de los corazones sangrantes.Buscaba, ya hacía años que buscaba, una jamona
 
a quien poder hacer donación de las cuarenta ycinco cerezas de su primavera. Mas las tales que, así por las buenas, se lamentaban en aquellagaceta, las encontraba siempre sea demasiado bobas, sea demasiado falsas. Pérfidas o solapadas.Husmeaba la paja
 
en las vigas de las lamentaciones y descubría el mal bicho en potencia en lamuñeca más lastimada. —Buenos día, pequeña —le dijo
 
a Zazie sin mirarla, poniendo cuidadosamente la publicación bajo sus nalgas. —No es fea su albardilla —dijo Zazie. —Sube —dijo Gabriel—, y no seas «snob». —«Snob», mis narices —dijo Zazie. —Graciosa, tu sobrinita —-dijo Charles, instándola a la charla.Con mano ligera, pero poderosa, Gabriel hace sentar a Zazie en el fondo del cacharro, y luegose instala a su lado.Zazie protesta. —Me estás chafando —aúlla loca de rabia. —Eso promete —observa sucintamente Charles con voz apacible.Arranca.Ruedan un poco; luego, Gabriel, con gesto magnífico, muestra el paisaje. —¡Ah, París —profiere en tono alentador—, qué bonita ciudad! Mira qué bonito es eso. —Y a mí qué —dice Zazie—, yo lo que quería era ir en «metro». —¡El «metro»! —muge Gabriel—. ¡El «metro»! ¡Míralo!Y señala con el dedo algo en el aire.Zazie frunce las cejas. Desconfía.
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 —¿El «metro»? —repite—. El «metro» —añade con desdén—, el «metro» está bajo tierra, el«metro». Vaya, hombre. —Ése —dice Gabriel— es el aéreo. —Entonces, no es el «metro». —Te explicaré —dice Gabriel—. A veces, sale de tierra y vuelve a remeterse. —Cuentos.Gabriel se siente impotente (gesto); luego, deseoso de cambiar de conversación, señala de nuevoalgo en el camino. —¡Y eso! —muge—. ¡Mira! ¡El Panteón! —¡Qué cosas hay que oír!. —dice Charles sin volverse.Conducía lentamente para que la pequeña pudiese ver las curiosidades, instruyéndose encima. —¿Acaso no es el Panteón? —pregunta Gabriel.Hay algo de burlón en su pregunta. —No —-dice Charles con fuerza—. No, no y no, no es el Panteón. —Entonces, ¿qué es, según tú?La guasa del tono se vuelve casi ofensiva para el interlocutor, quien, por lo demás, se apresura aconfesar su derrota. —No lo sé —dice Charles, —Eso. Ya lo ves. —Pero no es el Panteón.Y es que Charles es un terco, a pesar de todo. —Se lo preguntaremos a un transeúnte —propone Gabriel. —Los transeúntes son todos unos mastuerzos. —Eso sí que es verdad —dice Zazie.Gabriel no insiste. Descubre un nuevo tema de entusiasmo. —Y eso —exclama—, eso es...Pero le corta la palabra una exclamación de su cuñado. —Ya lo tengo —grita éste—. El chisme que acabamos de ver no era el Panteón, era la estaciónde Lyon. —Tal vez —dice Gabriel con desenfado—, pero ahora ya pertenece al pasado, no hablemos másde él, en tanto que eso, pequeña, mira si no es mono como arquitectura, son los Inválidos... —Has metido la pata —dice Charles—, eso no tiene nada que ver con los Inválidos. —Bueno —dice Gabriel—, si no son los Inválidos, dinos lo que es. —No estoy seguro —dice Charles—, pero todo lo más es el cuartel de Reuilly. —Vosotros —dice Zazie con indulgencia—, vosotros dos sois unos guasones. —Zazie —declara Gabriel adoptando un aire majestuoso encontrado sin dificultad en surepertorio—, si te gusta ver de verdad los Inválidos y la tumba auténtica de Napoleón, yo tellevaré. —Napoleón, mis narices —replica Zazie —. No me interesa nada ese engreído, con susombrero a lo tonto.
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 —Entonces, ¿qué es lo que te interesa? Zazie no contesta. —Sí —dice Charles con inesperada amabilidad—, ¿qué es lo que te interesa? —El «metro».Gabriel dice: Ah. Charles no dice nada. Luego, Gabriel reanuda su discurso y vuelve a decir:Ah. —¿Y cuándo se va a terminar, esa huelga? —pregunta Zazie, inflando sus palabras deferocidad. —Yo qué sé —dice Gabriel—, yo no hago política. —No es política —dice Charles—, es por el cocido. —Y usted, señor —le pregunta Zazie—, ¿hace huelga alguna vez? —Naturalmente, caramba, para hacer subir la tarifa. —Más bien tendrían que bajarla, su tarifa, con un carretón como el suyo, que no los hay más pringosos. ¿No lo habrá encontrado a orillas del Marne, por un casual? —En seguida llegamos —dice Gabriel, conciliador—. Ahí está el estanco de la esquina. —¿De qué esquina? —De la esquina de mi casa donde vivo —responde Gabriel candorosamente. —Entonces —dice Charles—, no es ése.

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 —¿Cómo? —dice Gabriel—. ¿Pretenderás que no es ése? —Ya está bien —exclama Zazie—, vais a empezar otra vez. —No, no es ése —responde Charles a Gabriel. —No obstante, es verdad —dice Gabriel mientras pasan delante del estanco—; a ése no he idonunca. —Dime, tito —pregunta Zazie—, cuando desbarras así, ¿lo haces aposta o es sin querer? —Es para hacerte reír, hija mía —responde Gabriel. —No hagas caso —dice Charles a Zazie—, que no lo hace aposta. —No tiene gracia —dice Zazie. —La verdad —dice Charles— es que tan pronto lo hace aposta como no.11 —¡La verdad! —exclama Gabriel (gesto)—. ¡Como si tú supieras lo que es! Como si alguien enel mundo lo supiera. Todo eso es falso: el Panteón, los Inválidos, el cuartel de Reuilly, elestanco de la esquina, todo. Sí, falso.Añade, abrumado: —¡Qué penal —¿Quieres que nos paremos a tomar el aperitivo? —pregunta Charles, —Buena idea, —¿En La Cave? —¿En Saint Germain-des-Prés? —pregunta Zazie, que ya se agita. —Pero ¿qué te has creído, hijita? —dice Gabriel—. Está completamente pasado de moda. —Si quieres insinuar que no estoy al día —dice Zazie—, yo puedo contestarte que tú no eresmás que un viejo tonto. —¿Has oído? —dice Gabriel. —Qué quieres —dice Charles—, es la nueva generación. —La nueva generación —dice Zazie— te manda a eso... —Vale, vale —dice Gabriel—, hemos comprendido. ¿Y si fuésemos al estanco de la esquina? —De la verdadera esquina —dice Charles. —Sí —dice Gabriel—. Y después te quedas a cenar con nosotros. —¿No estaba convenido? —Sí. —Entonces... —Entonces, lo confirmo. —No hay por qué confirmarlo, ya que estaba convenido. —Entonces, digamos que te lo recuerdo, por si lo habías olvidado. —No lo había olvidado. —Conque te quedas a cenar con nosotros. —Bueno, porras —dice Zazie—. ¿La tomamos, esa copa?Gabriel se extrae con habilidad y ligereza del cacharro. Todos se sientan en torno a una mesa, enla acera. La camarera se acerca con negligencia. Zazie expresa en seguida su deseo: —Un cacocaló —va y pide. —No hay —van y le contestan. —¡Vaya! —protesta Zazie—, ¡Vaya mundo!Está indignada. —Para mí —dice Charles —será un beaujolais. —Y para mí —dice Gabriel—, leche con granadina. ¿Y tú? —le pregunta a Zazie. —Ya lo he dicho: un cacocaló. —Te han dicho que no hay. —Lo que quiero es un cacocaló. —Por mucho que lo quieras —dice Gabriel con suma paciencia—, estás viendo que no tienen. —¿Por qué no tienen ustedes? —pregunta Zazie a la camarera. —Pues eso (gesto). —Una cerveza con gaseosa, Zazie —propone Gabriel—, ¿no te gustaría? —Lo que quiero es un cacocaló y nada más.Todos se ponen pensativos. La camarera se rasca un muslo.

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 —Aquí al lado tienen. En casa del italiano. —Bueno —dice Charles—, ¿viene ese beaujolais?Van a buscarlo. Gabriel se levanta, sin comentarios. Desaparece con celeridad y pronto vuelvecon una botella de cuyo gollete emergen dos pajas. La pone delante de Zazie. —Toma, pequeña —dice con voz generosa.Sin decir palabra, Zazie coge la botella y se pone a tocar el canutillo. —Ya está, lo ves —dice Gabriel a su compañero—, no era difícil. A los chicos basta concomprenderles.
CAPÍTULO II
 —Es aquí —dice Gabriel.Zazie examina la casa. No comunica sus impresiones. —¿Qué dices? —-preguntó Gabriel—. ¿Te vale?Zazie hizo un signo que parecía indicar que se reservaba la opinión. —Yo —dijo Charles— voy a ver a Turandot; tengo algo que decirle. —Comprendido —dijo Gabriel. —¿Qué es lo que hay que comprender? —preguntó Zazie.Charles bajó los cinco peldaños que conducían de la acera al café-restaurante La Cave, empujóla puerta y se acercó al mostrador de zinc, que era de madera desde la ocupación. —Buenos días, señor Charles —dijo Mado Piececitos, que estaba sirviendo a un cliente. —Buenos días, Mado —respondió Charles sin mirarla. —¿Es ella? —preguntó Turandot. —Esatamente —respondió Charles. —Es más alta de lo que pensaba. —¿Y qué? —No me gusta. Se lo he dicho a Gaby: no quiero cuentos en casa. —Mira, tráeme un beaujolais.Turandot le sirvió en silencio, con aire meditabundo. Charles se sopló su beaujolais, se enjugóel bigote con el dorso de la mano y luego miró distraídamente hacia fuera. Para hacerlo, habíaque erguir la cabeza, y no se veía más que pies, tobillos, bajos de pantalones y a veces, consuerte, un perro completo, un
basset.
Colgada al postigo, una jaula albergaba a un loro triste.Turandot llenó el vaso de Charles y se sirvió un trago. Mado Piececitos fue a ponerse detrás delmostrador, al lado del dueño, y quebró el silencio. —Señor Charles —dice—, es usted un melancólico. —Melancólico, mis narices —-replica Charles. —De verdad —exclamó Mado Piececitos— que no está usted hoy muy amable. —Ma hace gracia —dijo Charles con aire siniestro—. Así es como habla la mocosa. —No comprendo —dijo Turandot, un poco mosca. —Muy sencillo —dijo Charles—. No puede decir una palabra, la chiquilla, sin añadir después:y mis narices. —¿Y une el gesto a la palabra? —preguntó Turandot. —Todavía no —respondió gravemente Charles—, pero ya llegará. —Ah, no —gimió Turandot—; ah, eso no.Se cogió la cabeza con las manos e hizo el fútil simulacro de querérsela arrancar. Luegocontinuó su discurso en estos términos: —No quiero en casa a una zarrapastrosa que diga esas impertinencias, caramba. Ya lo estoyviendo, pervertirá a todo el barrio. Dentro de ocho días... —No se queda más que dos o tres días —dijo
Charles.
 —¡Son demasiados! —gritó Turandot—. En dos o tres días habrá tenido tiempo de escandalizar a todos los viejos chochos que me honran con su clientela. Ni quiero líos, ¿me oyes?, no quierolíos.El loro, que se mordisqueaba una uña, bajó la mirada e, interrumpiendo su
toilette,
intervino enla conversación. —Hablas —dijo Laverdure—, hablas, esto es todo lo que sabes hacer. —Tiene toda la razón —dijo Charles—. Después de todo, a mí no tienes que contar tus

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historias. —Me cisco en él —dijo Gabriel afectuosamente—, pero me pregunto por qué has ido a repetirlelas palabrotas de la pequeña.-—Yo soy franco —dijo Charles—, Además, no puedes ocultar que tu sobrina es una maleducada. Dime, ¿es que tú hablabas así, de chico? —No —responde Gabriel—, pero yo no era una niña. —A la mesa —dice dulcemente Marceline, trayendo la sopera—. Zazie, a la mesa.Se pone a verter dulcemente contenidos de cazo en los platos. —Ja, ja —dice Gabriel con satisfacción— caldo. —No exageremos —dice dulcemente Marceline.Zazie acude por fin a reunirse con ellos. Se sienta y comprueba, despechada, que tiene hambre.Después de la sopa, había morcilla con patatas saboyanas, y después foie-gras (que Gabriel traíadel cabaret; no podía remediarlo, estaba al alcance de su mano), y luego un postre de lo másazucarado, y después café repartido en tazas, café porque Charles y Gabriel currelaban los dosde noche. Charles se fue en seguida después de la sorpresa esperada de una granadina al kirsch;Gabriel no entraba en su tajo antes de las once. Alargó las piernas por debajo de la mesa ysonrió a Zazie, que estaba muy tiesa en su silla. —Así que, ahora es cuestión de irse a dormir, ¿no? —¿«Irse», quién? —preguntó ella. —Pues tú, claro —respondió Gabriel cayendo en la trampa—. ¿A qué hora te acostabas, allá? —Aquí y allá, son dos cosas distintas, espero. —Sí —dijo Gabriel, comprensivo. —Por eso me dejan aquí, para que no sea lo mismo que allá. ¿O no? —Sí. —¿Dices que sí porque sí o es que lo piensas de veras?Gabriel se volvió hacia Marceline, que sonreía: —¿Ves lo bien que razona una mocosa de esta edad? Uno se pregunta qué necesidad hay demandarlas a la escuela. —Yo —declaró Zazie— quiero ir a la escuela hasta los sesenta y cinco años. —¿Hasta los sesenta y cinco años? —repitió Gabriel, un si es no es sorprendido. —Sí —dijo Zazie—, quiero ser maestra. —No es mal oficio —dijo dulcemente Marceline—. Hay la jubilación.Añadió esto automáticamente porque conocía bien la lengua francesa. —Jubilación, mis narices —dijo Zazie—. Yo, no es por la jubilación que quiero ser maestra. —No, claro —dijo Gabriel—, ya lo sospechábamos. —Entonces, ¿por qué es? —preguntó Zazie. —Tú nos lo explicarás. —¿No lo adivinas, solo? —Es lista la juventud de hoy en día, de todos modos —dijo Gabriel a Marceline.Y a Zazie: —Entonces, ¿por qué quieres ser maestra? —Para fastidiar a las chicas —respondió Zazie—. Las que tengan mi edad dentro de diez años,dentro de veinte años, dentro de cincuenta años, dentro de mil años, siempre chicas quefastidiar. —Bueno —dijo Gabriel. —Tendré toda la mala uva con ellas. Les haré lamer el piso. Les haré comer la esponja delencerado. Les clavaré compases en el pompis. Les daré puntapiés en las nalgas. Con botas, pueslas llevaré. En invierno. Así de altas (gesto). Con grandes espuelas para acribillarles la carne delas posaderas. —¿Sabes? —dijo Gabriel con calma—. Según dicen los periódicos, no es precisamente en esesentido que se orienta la educación moderna. Precisamente es todo lo contrario. Se tiende a lasuavidad, a la comprensión, a la amabilidad. ¿Verdad, Marceline, que dicen eso en el periódico? —Sí —contestó dulcemente Marceline—. Pero tú, Zazie, ¿es que te han maltratado en laescuela?

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 —¡No faltaría más! —Por otra parte —dijo Gabriel—, dentro de veinte años, ya no habrá maestras: serán sustituidas por el cine, la teleúve, la electrónica y tinglados parecidos. También lo ponía el papel el otrodía. ¿Verdad, Marceline? —Sí —respondió dulcemente Marceline.Zazie consideró ese porvenir un instante. —Entonces —declaró—, seré astronauta. —Eso es —dijo Gabriel, aprobador—. Eso es, hay que ser de su tiempo. —Sí —continuó Zazie—, seré astronauta para jorobar a los marcianos.Gabriel, entusiasmado, se dio una palmada en los muslos: —Tiene ideas, la pequeña. —De todos modos, tendría que ir a acostarse —dijo dulcemente Marceline—. ¿No estáscansada? —No —contestó Zazie, bostezando. —Está cansada, esta pequeña —continuó dulcemente Marceline, dirigiéndose a Gabriel—;tendría que ir a acostarse. —Tienes razón —dijo Gabriel, que se puso a pergeñar una frase imperativa y, de ser posible, sinréplica.Antes de que hubiese tenido tiempo de formularla, Zazie le preguntó si tenían la teleúve. —No —dijo Gabriel—. Prefiero el cinemascope— añadió con mala fe. —Entonces, podrías convidarme a cinemascope. —Es demasiado tarde —dijo Gabriel—. Además, no tengo tiempo; entro en mi tajo a las once. —Podemos prescindir de ti —dijo Zazie—. Mi tía y yo iremos las dos solas. —No me gustaría —dijo Gabriel lentamente, con aire feroz.Miró a Zazie a los ojos y añadió malignamente: —Marceline no sale nunca sin mí.Prosiguió: —Eso no te lo voy a explicar, pequeña, sería demasiado largo.Zazie desvió la mirada y bostezó. —Estoy cansada —dijo—, voy a acostarme.Se levantó. Gabriel le ofreció la mejilla. Ella le besó, —Tienes la piel suave —observó la chica.Marceline la acompaña hasta su habitación, y Gabriel va a buscar una bonita cartera de piel decerdo marcada con sus iniciales. Se instala, se sirve un gran vaso de granadina que atempera conun poco de agua y empieza a arreglarse las uñas; adoraba esto, lo hacía muy bien y se prefería así mismo a cualquier manicura. Se puso a canturrear un estribillo obsceno; luego silbó, no muyfuerte para no despertar a la pequeña, algunos aires de pasados tiempos, tales como el de queda,diana, qué malito estoy, etc.Marceline vuelve. —No le ha costado dormirse —dice dulcemente.Se sienta y se sirve una copa de kirsch. —Un angelito —comenta Gabriel con voz átona.Admira la uña que acaba de terminar, la del meñique, y pasa a la del anular. —¿Qué vamos a hacer con ella todo el día? —pregunta dulcemente Marceline. —No es un gran problema —dice Gabriel—. De momento, la llevaré a lo alto de la torre Eiffel.Mañana por la tarde. —-Pero ¿y mañana por la mañana? —pregunta dulcemente Marceline.Gabriel palidece. —Sobre todo —dice—-, sobre todo que no me despierte. —Ya lo ves —dice dulcemente Marceline—. Un problema.Gabriel adquirió un aspecto cada vez más angustiado. —Los chicos se levantan temprano por la mañaiia. Me impedirá dormir..., recuperarme... Ya meconoces. Yo necesito recuperar. Mis diez horas de sueño son esenciales. Para mi salud.Mira a Marceline.

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 —¿Lo habías pensado?Marceline bajó los ojos. —No he querido impedir que cumplieras con tu deber —dijo dulcemente. —Te lo agradezco —dijo Gabriel con tono grave—. Pero, ¿qué demonios se podría hacer paraque yo no la oiga por la mañana?Se pusieron a reflexionar. —Podríamos —dijo Gabriel— darle un soporífero para que duerma por lo menos hastamediodía, e, incluso mejor, hasta las cuatro. Parece ser que hay supositorios que van al pelo para obtener ese resultado. —¡Pum, pum, pum! —hace discretamente Turandot sobre la puerta. —Entre —dice Gabriel.Turandot entra acompañado de Laverdure. Se sienta sin que se lo rueguen y deja la jaula sobrela mesa. Laverdure mira la botella de granadina con una codicia memorable. Marceline le vierteun poco en su bebedero. Turandot rehusa la oferta (gesto). Gabriel, que ha terminado el dedo delcorazón, ataca el índice. Con todo, nadie ha dicho todavía nada.Laverdure ha saboreado su granadina. Se enjuga el pico contra su aseladero y luego toma la palabra en estos términos: —Rajas, rajas, es todo lo que sabes hacer. —Rajo mis narices —replica Turandot, vejado.Gabriel interrumpe sus labores y mira aviesamente al visitante. —A que no repites lo que has dicho —va y dice. —He dicho —dice Turandot—, he dicho: rajo mis narices. —¿Y qué pretendes insinuar? Si me permites, —Insinúo que la niña, no me gusta que esté aquí. —Te guste o no te guste, ¿me oyes?, me importa un bledo. —Dispensa. Te he alquilado aquí sin niños y ahora tienes uno sin autorización mía. —Tu autorización, ¿sabes dónde me la meto? —Ya sé, ya sé, de eso a que me deshonores hablando como tu sobrina, no hay más que un paso. —No es permitido ser tan ininteligente como tú, ¿sabes lo que quiere decir «ininteligente»,cacho de bruto? —Ya está —dice Turandot—, ya empezamos, —Rajas —dice Laverdure—, rajas, es todo lo que sabes hacer. —Empezamos, ¿qué? —pregunta Gabriel, netamente amenazador. —Empiezas a expresarte de una manera repulsiva. —Es que empieza a irritarme -—dice Gabriel a Marceline. —No te sulfures —dice dulcemente Marceline. —No quiero a una zarrapastrosa en mi casa —dice Turandot con entonaciones patéticas. —Que te zurzan —grita Gabriel—. ¿Me oyes? Que te zurzan.Da un puñetazo sobre la mesa que se parte en el sitio de costumbre. La jaula se va por los suelosseguida en su caída de la botella de granadina, el frasco de kirsch, las copas, los trebejos demanicura. Laverdure se queja con brutalidad. El jarabe se desparrama sobre el estuche de piel.Gabriel profiere un grito de desesperación y se agacha para recoger el objeto manchado. Alhacerlo, derriba la silla. Se abre una puerta. —¿Qué pasa, leñe? ¿No se puede dormir?Zazie está en pijama. Bosteza y luego mira hostilmente a Laverdure.-—Esto es una casa de fieras —declara. —Rajas, rajas —dice Laverdure—, es todo lo que sabes hacer.Un poco asombrada, Zazie se olvida del animalito y se fija en Turandot, a cuyo propósito le pre-gunta a su tío: —Y éste, ¿quién es?Gabriel enjugaba el estuche con un pico del mantel. —Mierda —murmura—, está hecho polvo. —Te regalaré otro —dijo dulcemente Marceline. —Eso está bien —dijo Gabriel—, pero, en este caso, preferiría que no fuese de piel de cerdo. —¿Qué te gustaría más? ¿Box-calf?

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